Los frutos más amargos de mi libro “Intercambio desigual” fueron las conclusiones negativas en cuanto a la solidaridad internacional de los trabajadores. Por supuesto, no se trata sólo de constatar que las manifestaciones de ésta van debilitándose en el mundo —afirmación por otra parte muy discutible—se trata, antes bien, de saber si ha desaparecido la base objetiva de dicha solidaridad o si no es más que una ola pasajera de oportunismo que impide a los pueblos de los países ricos tomar conciencia de sus verdaderos intereses a largo plazo.
De esta segunda postura partió la crítica a mi libro. No se niega ni se minimiza que el imperialismo económico haya permitido ciertas reformas sociales en el seno de los grandes países industriales. Pero objetan que esas ventajas «inmediatas» que diferencian momentáneamente a los obreros de países pobres y ricos no son nada en comparación con los adelantos comunes a largo plazo de que saldrán beneficiados por la destrucción de las relaciones capitalistas a nivel mundial. La divergencia de intereses a «corto plazo» no es una base objetiva para romper la «solidaridad» internacional de los trabajadores; es, más bien, la base objetiva del oportunismo nacionalista.
Me parece que intercalando la palabra «oportunista» entre una causa primera y otro última no se salva nada de lo que se pretende salvar. Si la situación objetiva determina el oportunismo, que a su vez determina la falta de solidaridad internacional, podemos eliminar la proposición intermedia y decir que la situación objetiva determina la falta de solidaridad.
Aparentemente, en el razonamiento considerado, el «oportunismo» consiste justamente en la falta de toma de conciencia de la otra base objetiva, que son los intereses a largo plazo. Alegan que una revolución socialista mundial aumentará la producción en todos los países a un grado tal que a la larga no sólo se borrarán las diferencias entre naciones, sino también la obligación de compensar a los pueblos ricos por las pérdidas derivadas del hecho de haber finalizado la distribución actual de la riqueza mundial. La falta de toma de conciencia no significa que esta realidad no exista.
¡Por supuesto! Pero tampoco nos asegura que exista. Si la toma de conciencia de una realidad determinada es históricamente imposible o inoperante, tenemos ahí una situación que no difiere en nada de su realidad contraria. La toma de conciencia también forma parte de lo real. Dicho de otro modo, si los obreros actuales rehúsan tener en cuenta el largo plazo, quizás suceda que ese plazo esté demasiado alejado de las perspectivas normales de la conciencia humana… Y esto constituye un obstáculo objetivo al internacionalismo. También, a largo plazo, todos estaremos muertos.
De la aristocracia obrera a las naciones aristocráticas
No es la primera vez que la realidad internacional lleva a los marxistas a dilemas desgarradores. En general, en el pasado, salían de esta posición incómoda gracias al concepto de «aristocracia obrera». Las ganancias «imperialistas» sólo podían corromper a una delgada capa del proletariado de los países adelantados; esta capa constituía la base social del oportunismo. La gran masa proletaria seguía teniendo siempre «nada para perder y todo para ganar».
Esta teoría simplista y tranquilizante correspondió muy bien a determinada realidad histórica. En efecto, las burguesías nacionales comenzaron a repartir con ciertas capas privilegiadas de obreros la torta de la explotación internacional. La diferencia de nivel de vida entre un white collar y un obrero era mayor que la que existía entre los obreros de los distintos países. Pero en la segunda mitad del siglo xix las cosas empezaron a cambiar. Las luchas sindicales en los grandes países avanzados condujeron no sólo a una ampliación del reparto del producto de la explotación en el exterior entre las clases sino también a su redistribución entre las distintas capas de una misma clase. Con mayor o menor rapidez según los países, se llegó a una situación en que la diferencia entre los white collar y los obreros de cada país rico era mínima en comparación con el abismo que separaba a los obreros de los países avanzados de los de los países subdesarrollados… A menos que se la recupere a nivel internacional, la categoría de aristocracia obrera está perimida.
Esta mutación no dejó de reflejarse en el pensamiento de los clásicos del marxismo. En su último texto importante, antes de su muerte, Lenin expresaba en estos términos su profunda desilusión respecto al destino de los países avanzados: «¿Veremos acaso… el día en que los países capitalistas de Europa occidental hayan alcanzado su camino al socialismo? Ellos no llegarán tal como lo pensamos antes… Ellos accederán no a través de una ‘maduración’ natural del socialismo, sino al precio de la explotación de ciertos Estados por otros… El desenlace final de nuestra lucha depende del hecho de que Rusia, India, China, etc., forman la inmensa mayoría de la población del globo». Por más que los intemacionalistas atacaron luego la teoría stalinista del socialismo en un solo país, decenas de años más tarde, cuando el marxismo revolucionario tome el poder sobre millones de hombres, nunca será «el socialismo-en-varios-países» sino «varios-socialismos-en-un-solo-país». El socialismo se convirtió en asunto interno. En tanto tal, no contradice necesariamente la explotación y los antagonismos entre naciones ricas y pobres.
Marx y Engels ya habían tenido su cuota de «ilusiones perdidas». En los años 40 ellos esperaban la instauración del socialismo y en consecuencia la emancipación de las naciones más atrasadas en los países más adelantados, especialmente en Inglaterra. A ello se subordina el problema nacional. La independencia de Irlanda pasaba por la socialización de Inglaterra. La revolución iría del centro a la periferia. Cuando Inglaterra quedó inmune al tornado revolucionario de 1848; cuando el cartismo pereció; cuando el capitalismo inglés superó, sin demasiados perjuicios, las crisis económicas de 1857, 1864/66 y 1873 y continuó su desarrollo integrando a éste a su proletariado; cuando en 1870, 104.000 obreros de Londres firmaron una petición a la reina protestando contra la política pretendidamente antiimperialista de Glad-stone, Marx y Engels dirigieron sus miradas a la periferia, hacia Polonia y Rusia al Este, Irlanda y Estados Unidos al Oeste. «No hay nada que hacer con los obreros ingleses», escribirá Engels en su carta a Marx del 11 de agosto de 1881, «en tanto subsista el monopolio de Inglaterra».
A partir del momento en que el reparto del producto de la explotación internacional (superbeneficio) se vuelve cada vez más importante, si no preponderante en la dinámica de la lucha de clases dentro de la misma nación, esta lucha deja de ser una verdadera lucha de clases en el sentido marxista del término y se convierte en un ajuste de cuentas entre asociados alrededor del botín común. El pacto nacional deja de ser cuestionado en su esencia, y la lealtad nacional trasciende las oposiciones de intereses, por una parte, y por la otra se fortifica en razón de los antagonismos internacionales. La integración nacional en los grandes países industriales fue posible al precio de la desintegración internacional del proletariado.
El colonialismo ha producido tanto supersalarios como superbeneficios, pero su efecto a largo plazo en las metrópolis, deseado o no, fue favorecer más a los proletarios que a los capitalistas. En razón de la tendencia a la igualación mundial de la tasa de ganancia, los superbeneficios son sólo temporales. Los supersalarios se convierten automáticamente y a la larga en salarios normales, terminando por constituir ese «elemento moral e histórico» del valor de la fuerza de trabajo, del que Marx nos habló.
Tal como lo sostengo en mi libro, cuando la importancia relativa de la explotación que una clase obrera sufre por el hecho de su pertenencia al proletariado, disminuye continuamente en relación a aquella de la que goza por su pertenencia a una nación privilegiada, llega un momento en que el objetivo del aumento del ingreso nacional en términos absolutos es superior a aquel que persigue el mejoramiento de la parte de cada uno. Eso es lo que han comprendido tan bien los obreros de los países adelantados, que, desde hace medio siglo se socialdemocratizaron progresivamente, ya sea adhiriendo a los partidos existentes de esa tendencia o inculcándola en los mismos partidos comunistas.
Si el capitalismo pudiese dar a cada familia obrera una vivienda y un coche, elevando al mismo tiempo sobre el salario una plusvalía que asegure su reproducción ampliada y sin mayores crisis, como está en condiciones de hacerlo en los países más ricos, ciertos teoremas marxistas necesitarían una seria revisión. Pero el capitalismo en sí no es capaz de tal explotación. Sólo fue capaz de desplazar la pauperización y la desocupación del marco nacional al mundial. Pero esto modifica profundamente la naturaleza y la constitución de los frentes revolucionarios.
Arghiri Emmanuel